Hace unos días, los medios de comunicación de Tenerife describían una
estampa que vivían en tiempo real, en un rincón del sur de esta Isla: “Un total
de 210 personas vulnerables, pertenecientes a unas 90 familias, entre las que
se encuentran niños, embarazadas, mayores, enfermos, refugiados ucranianos
y ciudadanos de otras nacionalidades, están desde la mañana de ayer en la
calle, como consecuencia del desahucio del edificio Chasna 8, en Costa del
Silencio (Arona), ordenado por el Juzgado de Primera Instancia nº 3, por los
problemas estructurales de la construcción, que tiene riesgo de derrumbe”.
La narración del periodista añadía que “en los aledaños del edificio se podían
ver los corros de personas, junto a sus colchones, muebles, maletas e, incluso,
alguna bombona. Algunos en sillas de ruedas y otros, con los carritos de sus
bebés. La tensión en el ambiente era palpable. Incluso, en algún momento,
llegaron a escucharse llantos y gritos desesperados a los agentes de la
Guardia Civil, que entraron en el inmueble para comprobar que estaba vacío.
También se veía otras familias que esperaban resignadas junto a sus enseres,
sentadas en sillas y bajo algunas sombrillas para refugiarse del sol mañanero”.
La escena descrita no ocurrió en una área deprimida y subdesarrollada de las
Islas. Tampoco estaba fechada en plena situación de cataclismo económico o
turístico. O en una etapa en la que los nacidos o residentes en esta tierra
estábamos abocados a emigrar, porque el Archipiélago no ofrecía
oportunidades de trabajo, cuando la necesidad y la miseria empujaban a cruzar
el Atlántico, en busca de las oportunidades que no surgían aquí.
De ahí que insistamos en que la escena descrita por el periodista tuvo lugar en
uno de los municipios con mayor renta de las Islas. En el corazón de la zona de
expansión turística de Tenerife y en unos momentos en los que nuestra
economía crece por encima de la media española, con la ocupación turística
pulverizando todos los récords históricos.
Por si fuera poco, los hechos sucedidos en la Costa del Silencio surgen en
medio de una queja generalizada, prácticamente en todos los sectores, acerca
de la escasez de mano de obra para un sinfín de ocupaciones. Y ello,
paradójicamente, cuando seguimos soportando unos niveles de paro entre los
más altos de Europa, por más que nuestra economía genere puestos de
trabajo, sin que los residentes hallen incentivos suficientes para emplearse.
Con todo, la falta de incentivos para que la gente trabaje y la obtención de
ayudas a quienes no quieren hacerlo constituyen el cóctel perfecto para seguir
aproximándonos, poco a poco, a un modelo de sociedad más parecido al de
determinados países sudamericanos que a los más competitivos de occidente.
Mientras tanto, al tiempo que nuestro empresariado turístico anuncia otro lleno
para esta Semana Santa, persiste en su denuncia acerca de la perenne

escasez de mano de obra. No encuentran cocineros, ayudantes de cocina,
camareros, gobernantas, camareras de piso… Todo un contrasentido.
La carencia de medidas incentivadoras o coercitivas para ocupar a la población
desempleada empuja al sector a seguir acudiendo a la importación de mano de
obra foránea. En consecuencia, los trabajadores incorporados, procedentes del
exterior, pasarán a engrosar también las listas de usuarios de servicios públicos
como la sanidad y la educación. Demandarán unas viviendas cada vez más
escasas. Incrementarán el parque móvil de vehículos en carreteras de por sí
colapsadas…
Sin duda alguna, esta peliaguda situación a la que estamos llegando exige una
reflexión urgente, para la consiguiente toma de medidas, antes de que se
convierta en insostenible. La bonanza del sector turístico y un crecimiento
económico por encima del observado en el conjunto del Estado convierten en
injustificable cualquier bolsa de miseria, igual que problemas sociales
emergentes como el aludido en Costa de Silencio. Se trata de una amenaza
muy peligrosa sobre nuestra sostenibilidad social, que obliga a fijar la atención
en el problema y dejar de mirar hacia otro lado.