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Esteladas

Es verdad que en Cataluña siempre ha habido una gran conciencia identitaria; un nacionalismo catalanista muy arraigado, una base independentista notable. La Historia nos dice que ese sentimiento está anclado en la sociedad catalana. Se podrá compartir o no, se podrá criticar o no cómo se han sucedido los acontecimientos de años a esta parte, pero a los hechos políticos o sociales no se les puede responder cerrando los ojos o refugiándose únicamente en los juzgados para huir de la política con mayúsculas.

En 1922, Francesc Maciá fundó el primer partido independentista catalán, el Estat Catalá. Desde el golpe de Estado de Primo de Rivera –en septiembre de 1923– hasta la proclamación de la Segunda República, la actividad política de Maciá se desarrolló lejos de Cataluña, especialmente en América. Fue la Segunda República la que abrió las puertas a un acuerdo por el que Maciá, apodado l´Avi (el abuelo), renunció a la República Catalana y aceptó la formación de la Generalitat de Cataluña. Con la renuncia a la República Catalana los sectores independentistas se alejaron de l´Avi.

El diálogo, la concertación, yo diría que hasta el sentido común, habían sido claves en la superación de las tensiones y de las posiciones excluyentes entre el Estado y Cataluña.

Un nuevo y largo paréntesis se abre con la llegada de la dictadura franquista. La desaparición del dictador posibilitó un nuevo período democrático, que se alarga hasta nuestros días, apoyado en la Constitución de 1978, en la que, entre otras cosas, se reconoce el Estado Autonómico y las singularidades de las llamadas comunidades históricas, entre ellas, por supuesto, Cataluña.

En este nuevo marco, surgen en Cataluña fuerzas políticas que canalizan el sentimiento catalanista, el sentimiento identitario dentro de las reglas de juego que fija la Constitución y el Estatut; CIU (Convergéncia i Unió), y hasta el propio PSC (Partido Socialista de Cataluña), juegan un  papel muy importante en todo esta etapa. Especialmente, CIU. Convergéncia i Unió da estabilidad a los distintos gobiernos de España desde una posición de ‘nacionalismo responsable’ que no renuncia, todo lo contrario, a la defensa de las singularidades catalanas y a las políticas globales del Estado.

Ese nacionalismo responsable se entendió y apoyó a los gobiernos de Suárez, Felipe González, Aznar y en buena parte de su mandato a Zapatero.

Otra vez el diálogo, el compromiso, la responsabilidad, la lealtad posibilitaban el entendimiento civilizado entre Madrid y Cataluña. ¿Qué ha pasado para que en apenas cinco años el resentimiento hacia España haya anidado en una parte importante de la sociedad catalana? ¿El acuerdo frustrado sobre el Estatut? ¿La sentencia ‘política’ del Constitucional sobre el mismo?

¿Se le ha ido de las manos a Artur Mas su estrategia de distracción de los problemas reales de su país? ¿Antepone Rajoy los intereses electorales del PP pensando que una posición de firmeza le refuerza en el resto de España?

Seguro que cada uno de nosotros tenemos una respuesta respetable, pero lo cierto es que estamos ante un problema político, social y económico de una dimensión colosal. El problema ha trascendido el ámbito institucional y ha calado en la base de la sociedad.

En una ocasión, una importante personalidad del Estado me comentó, ¿cómo vamos a resolver el problema de Cataluña –decía– suspendiendo la Autonomía?

Es un disparate, se respondía asimismo.

¿Con el Ejército? No. Es una locura.

¿Con la Guardia Civil? No, igualmente una locura.

¿Cómo abordarlo entonces?, repetía. Y él mismo aportaba la respuesta: hablando, dialogando, entendiéndose, comprometiéndose.

Para ello es necesario altura de miras y una disposición que por ahora no existe.

Cuando llegue ese momento, el del diálogo, el de la búsqueda de soluciones respetuosas con las singularidades de Cataluña, bueno será recordar que Canarias es el territorio más singular del Estado