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El domingo 27 de marzo de 1977 amaneció en el norte de Tenerife lloviendo sin demasiada intensidad pero incansablemente, con muchísimo frío y una niebla especialmente densa. Cuarenta año después, este último lunes, 27 de marzo, el día amaneció claro, transparente y especialmente soleado. Han pasado cuatro décadas, pero para muchos canarios el recuerdo de lo ocurrido sigue tristemente vivo en la retina y en la memoria.

Aquel domingo, hace ahora cuarenta años, fue una jornada más propia del invierno del norte de la Isla que un día primaveral; fue, aquel domingo, uno de esos días que animan a quedarse en casa. En los setenta los canarios vivíamos en condiciones bien diferentes. Otros eran los servicios, otras las infraestructuras. La televisión entraba todavía en pocos hogares y su oferta no tenía nada que ver con la oferta de canales de la actualidad. En 1977 estábamos aún muy lejos de pode navegar por internet y de poder acceder a la revolución que ha significado las redes sociales.

Hace cuarenta años los cines en las ciudades y pueblos solían poner el cartel de completo, las alternativas eran pocas. El fútbol era el deporte que reinaba entre los niños, jóvenes y adultos. En aquellos años jugábamos en la carretera -apenas había coches-, en una huerta o los más afortunados en un campo de los de la época, de tierra y con unos vestuarios que parecían cuadras, con un tubo colgando del techo que hacía de ducha y con una temperatura del agua almacenada en un bidón que congelaba las ideas. Eso sí, a los campos de fútbol iba mucha gente, no como ahora que la oferta televisiva está llenando los estadios de asientos vacíos.

El domingo 27 de marzo de 1977 fue, ciertamente, un día triste y feo, con lluvia, niebla y frío. A las cinco en punto de la tarde, en el campo El Cantillo de Tacoronte, mi equipo -El Sauzal CD- empezaba a jugar nuestro partido de competición regional. Como en todos los partidos que se jugaban, a pesar de las malas condiciones meteorológicas la afición coloreaba la grada y no se daba un respiro apoyando a su equipo, a los nuestros.

El Cantillo está a poco más de tres kilómetros del aeropuerto de Los Rodeos. Apenas unos minutos después de estar rodando el balón -exactamente seis- se oyó un gran estruendo; por las condiciones del tiempo podría parecer un trueno, pero el sonido era más de una explosión, de una bomba quizá. Poco a poco, la peor noticia que pudimos haber imaginado corrió como la pólvora. Se había producido un gravísimo accidente en el aeropuerto de Los Rodeos.

Terminado el partido fui con algunos compañeros del equipo por la carretera del Ortigal, bordeando así el aeropuerto por la carretera que pasa por Montaña del Aire. No se oía nada. La sensación de vacío era absoluta, cortaba la respiración. La niebla era tan densa que lo tapaba todo. No se veía nada. Aquella tarde noche fue una pesadilla. El horror, difícil de imaginar o describir, paralizaba. Abandonamos el lugar, justo al lado del aeropuerto, sin llegar a conocer la verdadera dimensión de lo que había ocurrido. Mientras buscábamos la manera de echar una mano, en definitiva de ser útiles y ayudar de alguna forma, la confusión crecía y la visibilidad iba a menos.

Cubiertos por la oscuridad de la tarde, la niebla, la lluvia y el frío, los servicios de emergencia trabajaron sin desmayo ayudando a las centenares de personas víctimas de la mayor catástrofe aérea de la historia de la aviación mundial. La fatalidad y una cadena de errores humanos desembocaron en el choque de dos aviones en la única pista del aeropuerto. Murieron los 234 pasajeros y 14 tripulantes del avión de la KLM holandesa; entre pasajeros y tripulantes de los 405 de la PAN-AM 335 murieron y sólo setenta sobrevivieron a la catástrofe. En total 583 personas dejaron su vida en este evitable accidente.

La tecnología, el conocimiento y la formación continua en el sector del transporte aéreo ha cambiado mucho en los cuarenta años transcurridos desde accidente que impactó al mundo. Nunca antes o después se ha vivido tanta fatalidad. Cuarenta años después la impresión que nos causó a todos no ha envejecido lo más mínimo, sigue bien presente en las retinas y la memoria. Cuatro décadas después seguimos lamentando tanta muerte y tanto dolor. Cuarenta años después es de justicia aplaudir, ahora y siempre, el esfuerzo descomunal de miles de profesionales y voluntarios que arrimaron el hombro durante aquella pesadilla.