Resulta evidente que el turismo es la columna vertebral de la economía en nuestro
Archipiélago. La posición geográfica de las Islas, a más de 1.000 kilómetros de
distancia de la parte más septentrional del continente europeo y a menos de 100
kilómetros del continente africano, condiciona nuestro clima y paisaje, además de
dotarnos de una idiosincrasia cultural y lingüística propia.
El hándicap que supone la lejanía de los grandes mercados, así como la limitación del
acceso a las materias primas, se ve compensado con privilegios naturales, como son
el clima y el paisaje del que disfrutamos. Esto último supone que gocemos de una
temperatura excepcional cuando toda Europa sufre los rigores del frío invierno,
favoreciendo así que seamos uno de los destinos turísticos más demandados en el
Viejo Continente.
Con la participación de una amplia representación de las instituciones y el
empresariado de las Islas, esta semana se ha cerrado la feria ITB de Berlín. La
presencia en este gran escaparate mundial sirvió para ratificar el prestigio del que
goza la “marca Canarias” entre los agentes de este importante sector económico.
Sin embargo, conviene recordar que la masificación turística en los destinos más
demandados de Europa –entre ellos, nuestro Archipiélago– ha comenzado a generar
un debate social acerca de los límites del crecimiento y la necesidad de modularlo.
Todavía estamos a tiempo de afrontar ese debate con racionalidad y mesura.
El fenómeno no afecta por igual a todas las islas. Indudablemente, nada tiene que ver
la casuística de Gran Canaria, Tenerife, Lanzarote y Fuerteventura con la de La
Palma, La Gomera, El Hierro o La Graciosa. El debate sobre la necesidad de limitar
los crecimientos turísticos y poblacionales está más acentuado en las cuatro primeras,
mientras que la problemática en las otras es distinta. En cualquier caso, para no repetir
errores, es preciso analizar los fallos cometidos en la planificación y desarrollo de las
más pobladas.
Hasta finales de los años 70, los canarios fuimos un pueblo emigrante. Los recursos
que generaba nuestra tierra no permitían siquiera malvivir en el lugar de origen. A lo
largo de la historia, Venezuela, Argentina, Cuba, Inglaterra, Suiza y Francia, entre
otros muchos, se convirtieron en destinos obligados para subsistir.
Con posterioridad, en la década de los 90, el solapamiento de cuantiosos recursos
públicos y privados favoreció en las Islas un gran impulso de las infraestructuras y
equipamientos. Crecieron los puertos, los aeropuertos, las carreteras, los hospitales y
los centros educativos, al tiempo que se incrementaban los hoteles, apartamentos y
servicios de todo tipo. El disfrute del mejor clima del mundo hizo el resto, hasta
alcanzarse a día de hoy una entrada anual de 18 millones de turistas.
El crecimiento fulminante de las infraestructuras públicas y la planta turística convirtió
a Canarias en una tierra de oportunidades. Ciudadanos peninsulares y de otros países
del mundo establecieron su hogar en nuestras Islas. Pero más hoteles, más turistas,
más trabajadores foráneos, más coches y una mayor masificación de los servicios
públicos han contrastado con menor número de viviendas. Resultado: una pérdida
manifiesta de la calidad de vida.

No obstante, pese a la disminución de la actividad económica, los foráneos siguen
llegando al Archipiélago. La población de las islas continúa creciendo, con alrededor
de 25.000 personas más cada año. Ello significa, más demanda de empleo, más
coches en las carreteras, peor calidad en los servicios públicos y más demanda de
viviendas.
Los problemas que ocasionan estos crecimientos descontrolados del turismo y la
población están identificados. La cuestión es si realmente existe voluntad de
abordarlos, para que, en la medida de lo posible, la situación no siga agravándose.
¿Límites al crecimiento turístico? ¿Límites al crecimiento de la población? ¿Favorecer
el empleo de quienes residen en el Archipiélago? Es probable que beneficiando el
trabajo de la gente que vive aquí podamos responder a las cuestiones planteadas.