Las imágenes que nos llegan de la India son sobrecogedoras. Miles de personas muriendo totalmente desamparadas, lugares públicos convertidos en crematorios y hospitales desbordados por un maremoto de contagiados que necesitan atención sanitaria son, entre otras, las imágenes de lo que está viviéndose en aquel país, una tragedia humanitaria que no da con palabras para expresar tanto dolor y tanta impotencia. La India acapara grandes titulares en la prensa, radio y televisiones porque mueren más de tres mil personas diariamente, un drama descomunal. Las imágenes que se publican sobre la capacidad destructiva del virus estremecen a cualquiera que tenga una mínima sensibilidad.
En la India viven alrededor de 1.500 millones de personas, mientras la población de España no llega a los 50 millones; aquel país tiene una población treinta veces superior a la española. En los momentos más complicados de la pandemia, en nuestro país morían más de 1.300 personas cada día –más de un tercio de las 3.000 que cada veinticuatro horas mueren en la India, alarmando al mundo entero–.
Mientras que la imágenes que se proyectan de lo que está ocurriendo en la India conmueven nuestros sentimientos, en España las que nos quedan de los oscuros primeros meses de la pandemia, con más de 1.300 muertos diarios, son las de los aplausos desde los balcones, las concentraciones a las puertas de los hospitales o la de los músicos animando al vecindario desde los improvisados escenarios en los que se convirtieron las azoteas y los propios balcones.
En algún momento habrá que preguntarse si habernos engañado a nosotros mismos, escondiendo el drama de lo que estaba ocurriendo, contribuyó al relajamiento de algunos sectores de la población en los que tuvieron –y siguen teniendo– origen contagios grupales que acrecentaban la cadena de infectados. Por razones que en algún momento deberán explicarnos, la información real de lo que estaba ocurriendo –especialmente en hospitales y centros de mayores– fue ocultada a la ciudadanía. Sólo los que en su entorno familiar o laboral tuvieron algún amigo o conocido hospitalizado o muerto por coronavirus miraron a los ojos del drama cara a cara, sufrieron de verdad las consecuencias de una pandemia tan depredadora y mortífera que ha atemorizado a todo el mundo, independientemente de su condición social, raza, religión o procedencia.
La coincidencia en que no se publicaran imágenes de la tragedia que estábamos viviendo en España ha sido unánime en los medios de comunicación. Ni una imagen de miles de ataúdes amontonados esperando el reconocimiento del fallecido y su enterramiento. Ni una sola imagen del sufrimiento de los contagiados que necesitaban ser intubados. Ni una sola imagen de la soledad de los enterramientos de fallecidos. Sólo veíamos aplausos en los balcones y a las puertas de los hospitales, únicamente nos mostraban imágenes agradables de familias que convivían felizmente en un espacio placentero. Ninguna imagen se nos mostraba de familias que mal vivían en un piso de cincuenta metros cuadrados con niños y adultos.
Una de las pregunta que me hago es si la decisión de no mostrarnos la crudeza de lo que estaba ocurriendo fue una decisión casual de todos los medios de comunicación o fue dirigida gubernamentalmente. Es imposible creer en la coincidencia casual. Por lo tanto, alguien coordinó y dirigió la estrategia de ocultar la dureza y la crueldad de los efectos del virus. La otra pregunta que me planteo es si, como ocurre por ejemplo en las campañas de Tráfico, el haber mostrado la crueldad de lo que estaba ocurriendo a nuestro alrededor hubiera frenado algunos comportamientos poco edificantes de grupos que han contribuido irresponsablemente a la propagación del virus.