Tras la muerte de Franco, hace ya medio siglo, España emprendió una carrera
vertiginosa para recuperar la democracia. En el cincuenta aniversario de la muerte del
dictador, hemos conocido innumerables testimonios de los personajes clave que
condujeron, con sabiduría y templanza, el tránsito de la dictadura a la democracia, sin
más derramamiento de sangre que el producido en los viles asesinatos terroristas,
especialmente por ETA y otras bandas rupturistas, vinculadas tanto a la extrema
derecha como a la extrema izquierda.
Después, con la ratificación de la Constitución de 1978, los españoles hemos vivido el
periodo de mayor prosperidad y desarrollo social y económico de toda nuestra historia.
Particularmente significativo ha sido el nivel de progreso y bienestar alcanzado en
nuestro Archipiélago gracias a la democracia y, con ella, la descentralización del
Estado en favor de las autonomías.
A lo largo de estos casi cincuenta años, las herramientas democráticas dimanantes de
la Constitución han permitido superar momentos complejos, que, sin duda, también
hemos padecido. Por citar algunos: el asalto al Congreso, con el intento de golpe de
estado del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, en 1981; el impacto
político y la conmoción social provocada por el gravísimo atentado islamista del 11-M
en Madrid, en 2004; el desgarro, el sufrimiento y la impotencia de cada asesinato de
ETA, con casi 900 muertos, o el intento de desconexión de Cataluña del resto de
España, en 2017.
De todos los hitos mencionados, fue el atentado del 11-M el que provocó un mayor
enfrentamiento político entre los dos grandes partidos de Estado, el PSOE y el PP. Los
socialistas no supieron gestionar la que para muchos fue una victoria electoral
sorprendente, mientras que los populares fueron incapaces de aceptar que sus errores
inmediatamente después del atentado le condenaron al fracaso en las urnas.
Sin duda, las consecuencias políticas del desenlace en la cita electoral 72 horas
después del atentado se tradujeron en un antes y un después en las relaciones entre
socialistas y populares. Desde entonces, nada fue igual.
El distanciamiento, la inquina y el rencor continuó subiendo de tono cuando, en junio
de 2018, el líder de los populares, Mariano Rajoy, fue desalojado de la Presidencia del
Gobierno, mediante una moción de censura impulsada por el PSOE, con el apoyo de
una mayoría de los diputados del Congreso. La denuncia por corrupción fue el
argumento utilizado por socialistas y otros grupos minoritarios para censurarle.
A día de hoy, el paroxismo en las relaciones entre PP y PSOE está tocando techo. Si
la corrupción fue el arma empleada por los socialistas y sus socios para echar a los
populares, ese mismo argumento vale a estos últimos para tratar de expulsar a Pedro
Sánchez de La Moncloa. Desde hace algún tiempo, el eje del debate político en
España no es la migración, ni la vivienda, ni la economía, ni el empleo.
Lamentablemente, la corrupción lo mancha todo.
Por todo ello, el mejor homenaje que hoy se le puede hacer a los artífices del tránsito
político en España, consagrado en la Constitución del 78, pasa por el empleo de los
instrumentos contemplados en la Carta Magna para dirimir democráticamente las
diferencias. Populares y socialistas, como integrantes de los dos partidos de Estado,
están obligados a impulsar, conjuntamente, los cambios necesarios en la legislación
para mitigar el daño que la corrupción está causando en la imagen de nuestras
instituciones.
La solución no está en el “y tú más”, ni en mirar para otro lado.