Este verano, los incendios en la Península Ibérica están acaparando las cabeceras de
los medios de comunicación. Galicia, Castilla y León, Extremadura y Asturias son
hasta hoy las comunidades más castigadas por la voracidad del fuego, aunque ningún
territorio con masa forestal puede considerarse liberado del peligro que supone un
pirómano suelto, un error humano o un golpe de mala suerte propiciado por la
mismísima naturaleza.
En el plano político, es lamentable el triste espectáculo que están protagonizando los
dos grandes partidos estatales. Da la impresión de que tampoco un desastre humano
y natural de esta magnitud es razón suficiente para que socialistas y populares dejen
al margen sus diferencias -al menos por un momento-, exhiban unidad en la lucha
contra el fuego y transmitan confianza a los afectados.
Los ciudadanos, especialmente quienes sufren en primera línea los efectos de esta
catástrofe, agradecerían una actitud diferente por parte de unos y otros. El
entendimiento y el consenso político, hasta ahora imposibles, favorecerían la
esperanza en la recuperación y la vuelta a la normalidad. Las luchas y diferencias
políticas generan incertidumbre y acentúan la soledad en medio de la tragedia humana
y ecológica.
Las noticias sobre la dimensión de la ola y la voracidad de estos incendios ocupan las
portadas de los medios escritos y abren los informativos de los audiovisuales. En
todos, llama la atención el protagonismo de representantes institucionales, políticos y
vecinales de los pueblos afectados. Por lo visto, los especialistas en la dirección de las
operaciones de control y extinción cuentan muy poco en esta película.
Con todo, el avance en la lucha contra los incendios forestales ha sido enorme desde
que llegara la democracia. En la década de los años 80, eran todavía los vecinos más
próximos a la masa forestal y los rematantes de montes quienes solían dar la señal de
fuego. Entre los primeros, muchos hallaban un complemento a su renta familiar con el
aprovechamiento de la leña y los materiales provenientes de las entresacas forestales
y la pinocha, utilizada para el ganado y estiércol.
Con el aviso de incendio, las campanas de las iglesias sonaban sin cesar, convocando
en sus plazas a los vecinos decididos a acudir al monte. Junto a camiones con
carrocería abierta y sin asientos se arremolinaban los voluntarios, equipados con el
material de extinción que cada cual tenía en su casa: rastrillos, azadas, podonas,
guadañas, cuchillos, carretillas, escobones o rastrillos barrenderos.
Comprometidas por igual en la emergencia, las mujeres se reunían en una
dependencia municipal o parroquial para preparar el suministro de agua y bocadillos.
La indumentaria con la que se presentaban los voluntarios era variopinta.
Especialmente el calzado, predominando las lonas, sandalias, botas, botas de agua,
chanclas o tenis.
En general, la dirección de las operaciones de extinción corría a cargo de quienes
conocían el monte. Es decir, los rematantes y los vecinos que vivían de los
aprovechamientos forestales, acompañados por las autoridades locales. Con los

ridículos instrumentos descritos, sin maquinaria pesada y sin medios aéreos, los
incendios acababan siendo controlados y extinguidos.
Por entonces, las entresacas de materiales inservibles, de zarzas y malas hierbas, así
como la pinocha que invadía veredas y caminos, eran permanentemente retirados por
vecinos y rematadores forestales. Unos y otros, de manera general, actuaban como
verdaderos vigilantes de montes.
Durante los últimos cuarenta años, el cuidado de las zonas forestales se ha ido
profesionalizando, con recursos humanos preparados y técnicos cualificados. Las
escobas, los rastrillos y las podonas se han sido reemplazadas con motosierras, palas
mecánicas, retroexcavadoras, motobombas y aviones. Frente a las lonas y chanclas
de entonces, se han impuesto botas modernas y equipamientos impecables.
¿Dónde está el secreto para que ahora haya más y más peligrosos incendios
forestales? ¿Tendrá que ver con que antes los montes y sus alrededores estaban
limpios? ¿Tienen razón los vecinos que denuncian que se han dejado de limpiar por
decisiones de índole técnico administrativas? ¿O que técnicos y ecologistas defienden
las bondades de no tocar el material que genera el monte?
Convendría cerrar este debate cuanto antes y tener un protocolo claro y preciso sobre
el tratamiento que han de tener de nuestros montes para disminuir los riesgos de
incendios. En cualquier caso, la implicación de los vecinos de las zonas rurales y
masas boscosas resulta fundamental. El cambio climático no es la única amenaza
para su correcto cuidado.