Una realidad social y económica positiva. En general, esa realidad es la que
percibimos en el día a día, desde el momento que dejamos atrás el drama de la
pandemia. Aeropuertos y puertos registran una actividad frenética. De la misma
manera, el trasiego constante de pasajeros, a través de otros modos de transporte,
acentúa esta percepción. La movilidad suele ser un buen indicador para medir el vigor
económico y social.
En nuestras Islas, los datos referidos a visitantes, ocupación turística y facturación
resultan excelentes. Igualmente, de la mano del turismo, el comercio exhibe un buen
comportamiento, mientras que, en lo referido a bares, restaurantes y espacios de ocio,
la presencia masiva de clientes refleja la vitalidad de esa recuperación, después de
salir del agujero en el que se habían metido a consecuencia del cierre obligado por la
pandemia.
La situación es especialmente llamativa en lo referido a los restaurantes, donde se
detecta una demanda inigualable, si la comparamos con tiempos pasados, excepto en
los años previos a la hecatombe económica de finales de 2007.
Si nos fijamos en el empleo, los datos son también muy buenos. A día de hoy, puede
decirse, sin temor a equivocarnos, que en las Islas trabaja quien quiere.
Con todo, frente al cuadro objetivamente positivo que refleja los datos expuestos,
surgen otros que invitan a una reflexión sobre la realidad que estamos viviendo y el
futuro que nos toca construir entre todos.
La pandemia dejó en España más de 120.000 muertos, junto a la ruina de decenas de
miles de autónomos, microempresas y pymes. Al contrario de lo sucedido con la crisis
del ladrillo del periodo 2008-2014, la Unión Europea favoreció políticas expansivas en
el gasto para impulsar la recuperación económica y social. Esta apuesta, materializada
a través de los estados y las administraciones públicas, fue todo un éxito.
Sorprendentemente, en paralelo a la recuperación económica postpandemia, en
buena parte de la ciudadanía se produjo un cambio de comportamiento y de actitud,
situación que aún perdura. Esta situación ha tenido una incidencia especial en cuanto
al disfrute del ocio y el consumo en general. Es como si nos hubiéramos dado cuenta
de la fragilidad de la vida, queriendo gozar del presente. El alza del turismo y del
consumo, vinculado a las actividades de ocio, pudiera justificar el cambio de
paradigma que nos dejó la pandemia.
Pero, de la misma manera, las ayudas sociales impulsadas por los gobiernos y el
conjunto de las administraciones públicas para las personas desempleadas, en el
marco de ese cambio de comportamiento social, pudieran explicar la pasividad de
mucha gente a la hora de aceptar una oferta de trabajo.
Se trata de una situación que se extiende como una mancha de aceite, siendo cada
vez más las personas que se apuntan al “vivir sin trabajar”, atraídas por la vía
subsidiada del paro y el complemento de alguna de las múltiples ayudas sociales
dispuestas por gobiernos, cabildos y ayuntamientos.
Sociólogos y psicólogos tienen ante sí el reto de analizar si ciertamente, después de la
pandemia, se ha producido un cambio de conducta a la hora de interpretar el sentido
de la vida o si se trata de una falsa percepción.
No obstante, la bonanza económica que estamos viviendo no es sostenible en el
tiempo. Especialmente para Canarias, a tenor de nuestra enorme dependencia
exterior. Los conflictos internacionales y el comportamiento de la economía europea
marcarán el camino. Es evidente que cualquier enfriamiento económico restringirá las
oportunidades de empleo y la calidad de vida.
Aunque los datos postpandemia hayan facilitado un menor esfuerzo para alcanzar un
estilo de vida más confortable, queda la duda de saber si resultará igual de fácil en
medio de cualquier ciclo económico adverso, sin posibilidad de disfrutar de una oferta
de subsidios como la presente.