Con una mezcla de asombro, incredulidad, impotencia e indignación, decenas de
millones de personas hemos asistido al apagón más importante sufrido en España a lo
largo de su historia. Por la cantidad de afectados y las más de diez horas que se tardó
en recuperar el suministro eléctrico, el 28 de abril de 2025 ya forma parte de los anales
como una de las fechas más oscuras vividas en la Península Ibérica.
Si tratamos de hacer un esfuerzo comprensivo, se puede entender que, por razones
técnicas o errores humanos, una cadena de fallos en el sistema eléctrico concluya con
un apagón general. Pero lo que resulta más difícil de aceptar es el silencio de las
autoridades y la prolongación del incidente en el tiempo.
Por fortuna, la meteorología fue un gran aliado el día que se apagó la luz en casi toda
España. En general, en Madrid y en el resto del territorio afectado, la mañana era
primaveral y permitía salir a la calle y hasta recuperar la tertulia familiar y vecinal de
antaño. Evidentemente, la imposibilidad de ver televisión o usar cualquiera de las
redes (WhatsApp, Facebook, Messenger, Instagram, X, LinkedIn, Spotify, YouTube o
TikTok) favoreció la comunicación mediante la palabra, los gestos, la expresión facial o
el lenguaje de signos, convertidos en protagonistas inesperados.
También ayudó a mantener la calma el horario de verano del que disfrutamos, que
prolonga la luz solar más allá de las nueve. Casi al mismo tiempo que la luz solar caía
en el horizonte, los semáforos, el alumbrado de la calle, los carteles luminosos y el
interior de los hogares iban recuperando su viveza.
El apagón lumínico resultó un problema, pero más si cabe lo fue la caída de todo el
sistema de comunicaciones. Gente atrapada en trenes, metro o carreteras, sin
poderse comunicar con las autoridades o familiares. Padres preocupados por no
poderse conectar con los colegios de sus hijos. Desorientación general porque la única
directriz transmitida, al menos en Madrid, era que no se ocuparan las carreteras. Pero
la gente tenía que regresar a sus casas desde el trabajo y los niños desde los
colegios.
Muchas personas tuvieron la experiencia de vivir el apagón en la Caja Mágica, en las
afueras de Madrid, donde se celebraba una de las jornadas del Máster de Tenis. Miles
de aficionados se agolpaban en el citado recinto deportivo desde las 11 de la mañana,
hora en la que estaba previsto el comienzo de los partidos programados para ese día.
Según comentan, después de más de seis horas de apagón informativo, la única
directriz que se dio fue comunicar que a las seis se cerraría el recinto y que la policía
aconsejaba no incorporarse con los coches a las carreteras. Miles de personas
aisladas e incomunicadas, a más de veinte kilómetros del centro de la capital.
Sin duda, peor lo pasaron los pasajeros atrapados en los trenes y en el metro.
Especialmente, los más treinta mil que tuvieron que pasar la noche en vagones de los
convoyes paralizados en descampados o túneles. Una experiencia inolvidable.
El apagón sufrido en la Península Ibérica debería ayudarnos a tener los pies en el
suelo, sin creernos invulnerables. En la era de la inteligencia artificial, el imperio de lo
digital y el dominio de las nuevas tecnologías, la caída del sistema eléctrico español
evidencia nuestra fragilidad.
Un error humano o una fatalidad pueden poner en riesgo la seguridad de millones de
personas. Siendo improbable que podamos evitar cualquiera de estas circunstancias,
lo que sí está en nuestras manos es la preparación para que, cuando suceda,
respondamos con inmediatez, sin permanecer con la sensación de impotencia e
indefensión sufrida el pasado lunes 28.